Ignacio Sanz
A menudo, cuando estoy escribiendo, suena el teléfono, descuelgo y, al otro lado, responde la voz envolvente de una señorita que trata de venderme unas cajas de vino, o que pretende que responda un cuestionario, que cambie el seguro del coche, o que aprenda definitivamente los rudimentos del inglés coloquial. Ante las primeras frases corto de manera tajante diciendo: lo siento, pero no puedo perder el tiempo.
La señorita de esta mañana me ha pillado en blanco, sin inspiración frente a la pantalla y he dejado que se explayara. Eran bonos, me ha dicho, para estancias en hoteles de medio mundo a un precio ventajoso.
- Estoy muy solo –he improvisado sobre la marcha con tono depresivo--, no necesito bonos de hotel, necesito compañía, alguien que me escuche. Quiero sacar esta angustia. A veces pienso cosas malas y tomo pastillas para no caer en la desesperación, necesito alguien que me escuche...
- Lo siento, señor, pero no tengo tiempo que perder –ha dicho como si temiera herirme.
Y ha colgado.